El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y
de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose
como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La Encarnación del Hijo de
Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial
al Padre, es decir, que es en él y con él el mismo y único Dios.
La misión del Espíritu Santo,
enviado por el Padre en nombre del Hijo (cf. Jn 14,26) y por el Hijo
"de junto al Padre" (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios
único. "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria".
"El Espíritu Santo procede del Padre en cuanto fuente primera y, por el
don eterno de este al Hijo, del Padre y del Hijo en comunión" (S.
Agustín, Trin. 15,26,47).
Por la gracia del bautismo "en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" somos llamados a
participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la
oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna (cf. Pablo
VI, SPF 9).
"La fe es esta: que veneremos a un Dios en la
Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni
separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del
Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la
majestad" (Symbolum "Quicumque").
Las personas divinas,
inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la
única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la
Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y
del don del Espíritu Santo.
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