viernes, 27 de julio de 2012

MÁS VALE QUE «MIDAS» LAS CONSECUENCIAS

MÁS VALE QUE «MIDAS» LAS CONSECUENCIAS
por Carlos Rey

Tiene un rostro sereno y hermoso que muestra un gesto apacible; cara afilada, que indica resolución; nariz aguileña, signo de intrepidez; mentón saliente, distintivo del carácter; cejas pobladas pero cortas, características de nerviosismo; y un labio inferior grueso y carnoso, mayor que el superior, señal inequívoca de codicia.
¿De quién se trata? Es el rostro del rey Midas, reconstruido a la perfección por dos expertos arqueólogos británicos, John Prag y Richard Neave. Tomando como base la calavera del rey, conservada intacta en su tumba, los dos hombres rehicieron su cara con plástico y arcilla. Ese grueso labio inferior —explicaron ellos— pone de manifiesto la característica más reveladora de Midas: la codicia.
Según cuenta la leyenda, Midas, rey de Frigia, era hijo del rey Gordio y de la diosa Cibeles. Un día Midas le hizo un gran favor a Sileno, dios de los bosques. Entonces Sileno lo recompensó concediéndole un favor, cualquiera que el rey le pidiera. ¿Qué pidió Midas? Haciendo resaltar su carácter codicioso, pidió que se convirtiera en oro todo lo que él tocara. Pero ese poder resultó ser su Némesis, la diosa griega de la Venganza y de la Justicia distributiva, pues le costó caro.
Por no pensar en las consecuencias de su petición, Midas comenzó a verse en graves problemas. Al tocar el pan, lo convirtió en oro, y luego hizo lo mismo con la sopa y la carne. Llegó al colmo de convertir en oro a su hijita que se acercó para abrazarlo. La leyenda cuenta que Midas, por fin, se curó de su codicia bañándose en el río Pactolo.
Muchos hombres, como Midas, no quieren aceptar el verdadero valor de lo que llega a sus manos. Quieren convertirlo todo en oro. Por esa desaforada codicia sacrifican lo más valioso que tienen en la vida: familia, hogar, hijos, honor y conciencia.
El profeta Isaías, que vivió en el siglo octavo antes de Cristo y por lo tanto era contemporáneo del rey Midas, previno a su pueblo contra las consecuencias de la codicia. «En aquel día —profetizó— arrojará el hombre a los topos y murciélagos, a sus ídolos de oro y plata que él fabricó para adorarlos.»1
Si hacemos del oro el señor de nuestra vida, entonces en vez de poseer el dinero, el dinero nos poseerá a nosotros. Por eso dice el refrán: «El dinero sea tu criado, pero no tu amo.» Y por eso advirtió Jesucristo: «¡Tengan cuidado! Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes.»2 Hagamos más bien de Cristo el Señor de nuestra vida. Así tendremos al Hijo de Dios, la vida misma, que vale más que todo el oro del mundo.

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